"¿Cuándo nos toca a nosotros?", por Melitón Bruque

A raíz de los acontecimientos que están ocurriendo estos días, con el caso que ha saltado a los medios de comunicación de la niña que ha denunciado a sus padres por (entre otras cosas) no dejarla salir de noche, se está poniendo sobre el tapete el tema de la educación y del sistema que nos hemos montado en esta España nuestra, en la que, por querer estar en la élite del progresismo, hemos perdido realmente el norte en un montón de cosas: entre ellas, el sentido común que es la base para poder caminar. Sí, ya sé que estoy generalizando, pero es que si no, tendría que poner nombres y apellidos. Por eso, metámonos todos y sálvese el que pueda.


Con frecuencia nos tomamos la vida con una ligereza impresionante y creemos que los cuatro días locos que estaremos en este mundo tenemos que vivirlos gozando sin límites y con los menos problemas posibles, y nos pasamos todo el tiempo huyendo como fugitivos de todo aquello que nos pueda suponer un compromiso, un esfuerzo, una privación... No digamos ya cuando se trata de un dolor: eso... ¡ni nombrarlo! Pero eso es una estupidez tan grande como una catedral, y un engaño intolerable que lo único que hará es abocarnos a una situación desastrosa.

La vida no es, ni mucho menos, como nos la presentan en las telenovelas y en los anuncios de la TV. Los momentos “rosa” son escasísimos y, lo mismo que ocurre con el trigo en la era (esto no lo han visto la inmensa mayoría de los jóvenes actuales), hay un montón de paja y dentro de tanta paja también hay un montoncito de trigo. La vida es algo parecido: hay un gran montón de dolor, de malos ratos, de situaciones adversas, de trabajo, de responsabilidades, de enfermedad, de traiciones, de decepciones... En la medida en que seamos capaces de hacer frente a todo eso y salir victoriosos de esa “pelea” con el dolor, encontraremos el trigo de la satisfacción y la alegría, que no es equivalente al placer ni al goce que hoy se pregona, sino que es algo mucho más profundo. Podemos estar inmersos en todos los placeres, pero vivir al mismo tiempo en la soledad y en la tristeza más espantosas, porque el placer no da la felicidad.

De hecho, un gran problema que tenemos en la actualidad es el haber confundido PLACER con FELICIDAD. Educamos para el placer y huimos del dolor y de la dificultad. Se prepara a los jóvenes siempre para el SÍ y jamás para el NO. Preparamos para el triunfo, pero no para el fracaso. Eso es un gran engaño, porque antes que el SÍ tenemos como punto de partida el NO. De hecho, siempre decimos: “el NO ya lo tenemos: lo que nos encontremos, de eso tenemos que alegrarnos”.

En este sentido se dividen hoy las escuelas de psicología. Por un lado están los que apuestan por dar gusto a la gente para que no se sienta defraudada, respondiendo siempre con aquello que desean que se les diga. Por el otro lado están los que sostienen que la persona es tanto más madura y capaz de conseguir la felicidad cuanto más capacidad tiene de encajar la frustración. Esa capacidad de frustración se consigue a base de “golpes”. Para que nos podamos hacer una idea podemos utilizar la imagen de un buen boxeador: en el ring no sólo da golpes, sino que también tiene que estar preparado para recibir y cuanta más capacidad tiene de encajar esos golpes, más posibilidad tiene de vencer al otro. Si es que, por el contrario, sólo se prepara para dar, al primero que le den a él se vendrá abajo y quedará destruido.

La vida es, pues, una especie de “ring” en el que damos y recibimos golpes, y aquel que crea que sale a lo alto solamente a repartir bofetadas, dejando a todo el mundo “KO”, es un pobre iluso que a la primera de cambio estará fuera de combate, pues no aguantará una.

Asumiendo de nuevo que estoy generalizando, parece que a la mayoría, esto se nos ha olvidado y nos hemos adherido a esta vertiente de escuelas de psicólogos que no aceptan la frustración, el dolor, el compromiso, el esfuerzo, la responsabilidad... Pero es que pensar que “el ser humano nació para triunfar y gozar” es una estupidez, una mentira y un engaño, porque ¿cómo voy a llamar triunfo a algo que no he peleado? ¿Cómo voy a llamar gozo a algo que no he conquistado? ¿Cómo voy a disfrutar de algo que no sé lo que cuesta?

Desgraciadamente, esta vertiente psicológica se ha metido entre nosotros y ha conquistado su puesto como respuesta a una sociedad hedonista; en esta ola se han dejado balancear toda una generación de “nuevos padres y maestros”. Las consecuencias las estamos ya padeciendo.

Todos tenemos la imagen de nuestros padres y nuestros abuelos, que estaban en el otro lado, enmarcados la inmensa mayoría de ellos en lo que podríamos llamar un autoritarismo absoluto. Y sabemos cómo eso nos llenó de miedo, incluso yo diría que hasta de terror; con una “religiosidad” que también acompañaba esta forma de ver la vida: se nos imponía un Dios justiciero que estaba esperando que metiéramos la pata para lanzarnos el castigo de la misma forma que hacían nuestros padres.

Frente a esa imagen de nuestros mayores la expresión de todos estos “nuevos padres y maestros” es casi idéntica: “no quiero que mi hijo sufra lo que yo sufrí, y si para ello tengo que quitarme la vida, la entrego con mucho gusto”. Con esa excusa, tantos y tantos nos hemos dejado llevar en la ola, en brazos del permisivismo: todo es válido, todo es bueno, hay que ser tolerantes, hay que disfrutar de la vida, hay que respetar por encima de todo las ideas del otro, no podemos imponer a nadie nada, cada uno ha de ver lo que le gusta y con lo que se siente bien... y ¡allá que vamos! Esta misma actitud la generalizamos a todos los campos: a la educación, a la religión, al trabajo, a las relaciones con la sociedad...

Para muestra puede valer este botón. Me encuentro la madre de una chica con 22 años. Me cuenta todo lo que ha hecho por ella y cómo no ha permitido que le falte el más mínimo detalle. La joven no ha podido sacar la secundaria, la expulsaron del colegio, viene exigiendo su paga cada semana y protesta porque no se la suben y no está dispuesta ni a barrer su habitación o hacer su cama. Su madre ha tenido problemas en su matrimonio y decidió cortar. Ahora está sin trabajo. La hija se le rebela y le falta al respeto llegando, incluso, a pegarle, porque no puede tener lo que ella cree que tiene derecho. Su madre vive “con el alma en vilo”. Ahora me cuenta que la hija se salió de la casa y ha estado una semana fuera. Cuando ha vuelto le dice que ha estado con unos amigos y que ha tenido que vender droga y ha hecho de todo: entre otras cosas, prostituirse para poder tener el dinero que necesitaba. Esta pobre mujer, desesperada, ya no sabe qué camino tomar, pues además vive angustiada y aterrorizada. Me pregunta si valdrá denunciar a la hija para que se haga cargo la Junta.

Comentando el caso con otro amigo, concluíamos que hemos perdido el rumbo y el norte. En el vaivén de esta ola y en los revolcones que nos está dando, hemos perdido ya hasta la brújula y el único referente que nos queda es la TV. Pero, desgraciadamente, ésta es la que más anima el temporal.

Me decía este amigo: “con el tema de la educación nos está pasando como con la comida: antes no comíamos porque no teníamos, y ahora tampoco podemos hacerlo porque tenemos colesterol, ácido úrico... De la misma manera, antes vivíamos bajo el terror de nuestros padres y ahora vivimos bajo el terror de nuestros hijos… ¡Caramba! ¿Cuándo nos va a tocar a nosotros?”.

En definitiva, muchos quisimos desterrar los abusos que se hicieron con nosotros en el pasado y hemos caído de cabeza en el otro extremo: frente a la dureza y fortaleza del pasado, hemos impuesto la blandura y la inseguridad del presente. Pero yo he observado que aquel sistema casi militar en el que se nos educaba, daba como resultado casi siempre gente sensata, sana, disciplinada, responsable, noble, pacífica, trabajadora... Si usted que me lee no está de acuerdo con lo que digo, es porque probablemente no es así en su caso, pero yo tengo que decir que la gran mayoría de la gente que conozco, es de estas características y, además, son gente que desea que sus hijos no sufran, pero que sean como ellos. Es cierto que también salió gente hecha polvo, frustrada y reprimida, que odiaba el mundo y a sus semejantes, y que sólo piensan ahora en hacer la vida imposible al que pueda, tal y como se la hicieron a ellos.

Como decía, quisimos que esto no volviera a repetirse, pero estamos viendo que muchos, muchísimos de los niños (y jóvenes) que aparecen ahora son violentos, hiperactivos, conflictivos, ansiosos de poder, incontrolables, frustrados y reprimidos que odian al mundo y a sus semejantes y que sólo piensan en hacer la vida imposible a todo el mundo, exactamente igual que algunos de los anteriores, pero con una diferencia: a éstos no se les trató de aquella manera... Entonces, ¿qué ha pasado?

¡Algo ha salido mal! Aquellos padres que no quisimos ser, en el intento de ser lo que nos hubiera gustado tener, nos fuimos al otro extremo. En él hemos dejado que sean los hijos los que levantan la voz a los padres, que para más “inri”, tenemos una ley que los apoya. Esa ley sólo les habla de los derechos que tienen, pero no les obliga a reconocer los deberes. Así, nos hemos convertido en la generación que se educó a base de golpes y deberes y que ahora hemos perdido todos los derechos en favor de nuestros hijos, ante los que sólo tenemos obligaciones por haberlos traído al mundo.

Y hay algo fundamental en lo que quizá no hemos caído. En un tiempo, cuando éramos niños y no teníamos conciencia de las cosas, era nuestra madre o nuestro padre y hasta nuestros maestros quienes nos obligaban a cumplir con nuestras obligaciones de cristianos, pues sentían que lo que sus padres les habían dejado no era malo y sí les daba un respeto a la gente y a todo lo sagrado. Sin embargo, cuando estuvo en nuestras manos, quisimos quitar el término “obligación” de cara a Dios y pensamos que debía ser algo completamente libre, como si el bien tuviera que dejarse al beneplácito de los sentidos. Y con ese sentido de la libertad y del respeto estamos viendo que no hemos sacado jóvenes, ni más libres ni más respetuosos, con los temas del espíritu y de Dios, sino todo lo contrario. Y hasta hemos conseguido que nos tachen de fachas por darle importancia a la dimensión espiritual.

Pero eso fue lo que muchos hicimos: quisimos reemplazar el autoritarismo por el permisivismo, y esta es la consecuencia: hemos cambiado los términos de las relaciones entre padres e hijos y de toda la familia. Antes se consideraba un “buen padre” aquel que era capaz de educar a sus hijos en la obediencia, en el respeto a Dios, a la autoridad y a las personas mayores, porque la experiencia se consideraba un principio de autoridad moral natural y, por eso, un niño o un joven miraba con respeto a las personas mayores, a las instituciones, a las autoridades y, sobre todas las cosas, a Dios. Y el hijo que actuaba así era reconocido por toda la sociedad como una excelente persona y un honor para su padre y para su madre. Pero consideramos que eso era distante y opresivo, y quisimos derribar barreras y hacernos “amigos” de nuestros hijos. Y pensamos que había que dejar libertad a la bondad del corazón, y nos equivocamos, pues dejamos de representar el rol de padre y creímos que había que enseñarles a tratarnos como iguales. Pero eso es un error, porque un padre no puede dejar de ser padre, ya que no es igual a su hijo. El resultado es que parece que hoy el “buen padre” es aquel que se pone a la misma altura que sus hijos, de tal manera que ya no puede exigir que lo respeten, sino que se ha de conformar con, como mucho, que lo quieran, por lo menos por el papel de apoyo que significa.

Ahora son los hijos los que exigen el respeto del padre y esperan que éste entienda que ellos tienen derecho a que se les reconozcan sus derechos, a pensar como quieran, a hacer lo que quieran y les guste, a vivir independientes (pero pagando sus padres y si no, que no los hubieran traído, ellos no lo pidieron). Al final, por cierto, está resultando de nuestro invento que antes vivimos un régimen de miedo tremendo a nuestros padres, a nuestros maestros, a las autoridades y a todo “quisqui”, pero lo que nos hemos inventado es lo mismo, pero al contrario. Ahora nos hemos sometido al yugo de unos hijos que hacen lo que les da la gana con los padres y éstos no pueden decirles nada, porque los tienen sometidos a base de amenazas. El padre lucha con todas sus fuerzas y no sabe qué hacer para ganarse el beneplácito de su hijo, con el fin de que lo considere, por lo menos, como un “viejo guay” entre sus compañeros.

Siempre se ha dicho que los extremos se tocan, y es verdad: el autoritarismo dejó una huellas tristes de miedo y de temor hacia los padres en mucha gente, pero en el otro extremo, la debilidad y el permisivismo ahogan los ideales y producen miedo a tantos jóvenes que se encuentran a la deriva y se sienten incapaces de afrontar la vida, por lo que terminan despreciando a sus padres, que no fueron capaces de orientarlos en el momento que debían, pues los encontraron perdidos en medio de la tormenta, lo mismo que estaban ellos.

Y bien, después de hacer todo este diagnóstico de la realidad educacional que vivimos en gran parte de la sociedad, sería incorrecto no plantear alguna alternativa que busque la curación, que aporte un aliento de esperanza, pues la verdad es que el futuro se ve tremendamente oscuro. Efectivamente, para los que hicimos el desaguisado (metámonos todos y sálvese quien pueda), ya no hay remedio: a lo hecho pecho, ya no hay retroceso. Pero los que vienen detrás sí que lo pueden hacer, sí que sería necesario que se den cuenta que esto es un descalabro que no lleva a ningún sitio y, sin volver a la rigidez de antes, podemos darnos cuenta que vale más quedarse en el punto medio:

- Que entiendan que los hijos deben percibir que su padre los quiere y que, por eso, no los puede dejar a la deriva, haciendo lo que a ellos les place; que no es traumático decirle a un niño NO cuando no se le debe decir SÍ, aunque el niño llore (hay por ahí una expresión en el lenguaje popular que da la solución inmediata).

- Que entiendan que lo que un hijo necesita en casa es un padre y no un amigo. Esos ya los encontrará en la calle. Los amigos –positivos- tienen un papel determinado en la vida del niño y los padres otro, aunque ambos son necesarios para su desarrollo. Eludir el papel de padres y suplantarlo por el de amigo es dejar a los hijos huérfanos (eso se lo he copiado al Juez Calatayud).

- Que el niño perciba que no está solo, que sus padres están a su lado y que no lo van a dejar que se equivoque, que puede seguirlos con toda tranquilidad porque ellos no le van a llevar al fracaso. Bajo ningún concepto debemos dejarlos solos, haciendo lo primero que se les ocurra o lo que más les guste en un momento dado. Incluso creo que, más que dejar que no se equivoquen, ya que de los errores se aprende, los hijos tienen que saber que los padres están siempre a su lado para orientarlos, y que lo hacen siempre desde el amor. Los hijos necesitan un modelo de referencia, que deben ser los padres: si no lo tienen, andarán perdidos.

- Que entiendan que un niño no tiene capacidad de decidir, pero sí que podemos ir desarrollando esa capacidad si le enseñamos a hacerlo, aunque no lo hará permitiéndole lo que más le guste y le plazca.

- Que entiendan que no todo vale, porque no todo es bueno y porque no todo lo que se puede hacer, se debe hacer. Y no hay que confundir el cariño con la debilidad: lo cortés no quita lo valiente y cuando hay que decir NO, porque supone un daño y una confusión para el niño, hay que decírselo. Y el niño debe entender que en la vida hay muchas cosas no se hacen porque no se deben hacer, aunque se puedan hacer. Eso no es autoritarismo, sino seguridad en el camino y en la guía de un niño.

- Que entiendan que a un niño hay que marcarle los raíles por donde debe caminar y enseñarle a que tenga una capacidad crítica, enseñándole a discernir lo que es bueno y lo que es malo, y apoyándole para que tome decisiones correctas en su vida sabiendo el por qué, el para qué, el con qué de las cosas.

Pienso que con estas actitudes, se evitará el que estos niños lleguen un día a adultos y se encuentren incapacitados para decidirse. En cambio, podrán, como lo hacemos nosotros, sentirse orgullosos de haber sido ellos protagonistas de sus vidas, de haber caminado aprendiendo a tomar decisiones de las que no se arrepentirán jamás.

Melitón Bruque García